GRIS
El horizonte era grisáceo. Aquel color indescifrable incapaz de decidirse de una vez por todas por la muerte o la clemencia; aquella duda que deja abierta una ventana para que entre la iluminación, pero al mismo tiempo la encapsula, haciéndola parecerse mucho a una noche oscura. Quizá sea eso lo peor. No encontrarse de frente con la indomable fuerza de la noche. No poder sentir que todo está perdido. No poder decir que todo ha sido en vano. Pues el color no es negro. Es gris. Y mientras haya gris siempre hay una gota de luz. Una luz que entra en el resquicio de la tempestad sólo para recordar que aún hay vida, y con ello, sufrimiento. Que el dolor se avecina con planes de quedarse y promete una claridad que, aunque se desea, se antoja imposible al compararla con lo que se vive día con día.
Alrededor no hay más que sombras. Voces que prometen sin conocimiento de causa y que solfean melodías que les son del todo ajenas, pero que se jactan de conocer. Hablan del azul del mar y del rojo del atardecer, pero, a veces, el rojo sólo aparece en la sangre que se derrama al creer en las promesas. Las palabras se las lleva el viento seco, cuales hojas caídas de los robles. Aquellos bellos tiempos han quedado sólo en la nostalgia de los que han sido maldecidos con tener buena memoria. Pues ya todo está olvidado. La antigüedad no es algo ya que inspire respeto.
Todo se ha borrado en aras de perseguir una innovación que les lleva a enajenarse. Pensando, sin razón, que sólo al abstraerse estarán disfrutando de la vida, pero, cuando se dan cuenta de la realidad, creen que la vida es aquello que los distrae de continuarse abstrayendo. Pues la distracción es aquello que les hace sentir útiles. Defienden que no hay nada mejor que vivir, pero lo dicen desde el interior de una caja vacía, criticando a todo aquél que no vea los colores que ellos pintan. Pero viven sin saber cómo, si es que acaso se pueda decir que están viviendo. Mientras uno, en el fondo, vive y es por ello que en ocasiones desearía no estar viviendo.
El derredor está repleto de distintas sensaciones. Un gris terriblemente oprimente que huele a fatalidad. Todo en su conjunto hace parecer a la felicidad como si fuese un sueño, o quizá un invento de aquellos acostumbrados a que todo se desarrolle a su tiempo y modo. Quizá una ingenua creencia de los seres que desean vivir sin sufrir, ignorando que la vida es precisamente sufrimiento. La capacidad de encarnar las sensaciones es terrible, pues con el blanco todo es cálido y con el negro todo frío. Sin embargo, el gris deja una sensación semi-amarga, es un estado en el cual la base es negra y los pequeños centelleos de claridad saben a manjar de dioses. En ocasiones se siente una brisa tranquila, quizá motivada por el miedo a caer en el más profundo abismo. ¡El único consuelo parece ser encontrarse en el gris mismo!
De manera que la vida se vuelve un lienzo destinado a ser quemado, que muchos a lo largo de los años han intentado descifrar. ¿Por qué estamos programados para buscar la pureza claridad del color blanco viviendo en una grisácea realidad? ¿Quién puede ser realmente feliz si la claridad entra a cuenta gotas en una ventana que se deja, con toda intención, abierta? Si pareciera que todos los acontecimientos se van concatenando para desembocar en un entorno aún más sombrío.
¿De qué sirve la ilusión o la necedad encomiable de seguir creyendo? Si todos los gritos de auxilio se ahogan en el mismo bullicio para que parezcan risas. Todos dicen comprender lo que se vive y reír en consecuencia, cuando sólo se ríen de lo abominable, pero nadie ríe de la poesía. A nadie le interesa la calidez de un sincero “buenos días”, ni de la importancia y trascendencia de la palabra “amigo”; y si de por sí la realidad ya era grisácea, el ver cómo nadie vive en realidad es prueba de que se avecina un nuevo cataclismo.
Es curioso ver cómo se fatigan por otorgarle un nombre, cuando está muy claro que evitan lo que es en realidad: un fracaso. Un ambiente que, una vez, se soñó modesto y pintoresco, pero que no ha podido llegar a ser más que toneladas de inmundicia.
Y así es que se está condenado a vivir sin poder vivir o morir siquiera. Cuando la vida no es más que una rutina de tortura. Se inventan, de la nada, emergencias para evitar discutir temas sinceros, cuyo único propósito es huir de la culpa que les carcome por dentro. Pues saben bien que están errados y podrían ceder a la claridad del día, pero están empecinados, junto con las indomables fuerzas del destino, a hacerles sentir a todos el mismo suplicio.
Por lo que se pasa el tiempo en el mismo gris. Tan suave, tan viejo, tan pausado. Que es de por sí contradictorio. No es un terreno ideal qué pisar, pero al menos se conoce. Es un punto en el que todas las fuerzas antagónicas se encuentran y producen la más bizarra dualidad, ya que se respira un aire putrefacto que amenaza con reducir todo a cenizas, se ve también a lo lejos una montaña llena de duelo y de tormento; pero aún no hay cenizas y aún no hay tormento; hay en cambio, si uno mira con atención, algunos pocos seres a quienes llamar “amigos”, aún hay miradas tiernas y buenos deseos, sueños que flotan por ahí que cristalizarán en cuestión de tiempo. Por cada lágrima de dolor, hay dos sonrisas de consuelo; una, la del amigo que intenta aliviar la pena y, la otra, la del que llora, al enternecerse por los torpes intentos y ocurrencias del que intenta reanimarlo. Por lo que al final, hay risa. Pero una risa de verdad, de esas que no abundan. Una risa que es como un rayo de sol que entra por la ventana e, inclusive, calienta.
Ese es el momento en que uno se da cuenta que quizá el gris no sea tan malo, pues es, dentro de todo, un gris claro; en el que sólo una palabra de aliento puede cambiarlo todo y volver al abismo, navegable; la insatisfacción y desesperación, pasajeras; la desgracia, enseñanza; la muerte, trascendencia y la aceptación de todo ello, dicha.
Tenía un jefe que me parecía que vivía eternamente conflictuado. Era una persona profunda, amante del arte y la cocina, que se refugiaba en libros. Pero estaba intranquilo y triste. Sensibilizada por alguna conversación que tuvimos en la que pintó bastante negro el panorama, le escribí el presente escrito durante la hora de la comida y se lo regalé para hacerlo sentir mejor.