LA ROCA VIVA

Sin comprender del todo cómo llegó a mis manos, siempre he tenido un puñado de tierra en casa. Amontonado, en ocasiones, debajo de la cama, otrora en la cocina, en el armario o sobre el librero. Un montón color marrón oscuro, pocas veces explorado a fondo, pero que siempre me he jactado de conocer. Siempre lo he visto. Desde la más tierna infancia me ha acompañado. Algunos han criticado su aspecto; después de todo, ¿qué hacía con un montón de tierra? Nada bueno podría salir de ello. Sin embargo, yo sabía, por alguna razón extraña ajena al común entendimiento, que una joya se escondía en su interior. Sólo pocos lo reconocían tras examinar detenidamente el bulto y recuerdo, ahora con una sonrisa, que solía ofenderme cuando extraños insinuaban que debía pulir la joya una vez la extrajera de la tierra, como si dejara de tener sus propiedades intrínsecas sólo por el hecho de permanecer envuelta en un conjunto de polvo sucio carcomido por el tiempo.

Yo hablaba de la joya imaginándola transparente y sólida, casi lista para ser expuesta en las grandes subastas de diamantes. ¿Cómo sabía que era un diamante? No lo sabía. Quizá era solamente lo que deseaba que fuera, aunque todo lo que tuviera en realidad fuera un puñado de tierra de dudosa u olvidada procedencia. Soñaba ya con lo que haría. Podría volverse un dije o montarse en un anillo, pero nunca valiendo más el conjunto. El diamante tenía un valor infinito, casi invaluable. Me sabía rica en mi pobreza, abierta en mi cerrazón, correcta en mi ignorancia, pero también desfalleciente en mi fortaleza, dudosa en mi certeza, humilde en mi grandeza. Una extraña combinación de ideas y sensaciones por tener un tesoro y poseerlo sin haberlo visto siquiera. Incluso, tocar la tierra y expugnarla para comprobar si había una pieza de cristal aguardando en su interior, parecía un sacrilegio. ¡Cómo dudar de aquello que se intuye! El método científico era algo relegado a lo susceptible de comprobarse, cuando la duda apareciera; ciertamente no era una práctica que pudiera auxiliar a aquello que, de antemano, se conoce; aquello que se siente. O quizás, las sensaciones serían meramente para apaciguar aquellas dudas profundas y el temor de revelar aquello que nunca ha sido y sólo se desea pudiera ser. Por fortuna, no fue el caso; de lo contrario, el bulto de tierra habría terminado en el cementerio, alimentando a gusanos carroñeros que se pudrirían envenenados por las mismas sustancias viscosas que emanaban, cargadas del azufre que dejan los sueños rotos y el arsénico escondido en la amargura de saberse fracasado en la vital afrenta.

Sucedió que, un día, tropecé con un joyero. Literalmente caí cuando mis pies se enredaron entre sí y me fui de bruces contra la acera. Él me tendió la mano para ayudarme a levantarme. Al principio no pude, creyendo que me había fracturado algún tobillo. Después, poco a poco, comencé a incorporarme. Aquel día, como muchos de los anteriores en que caminaba sin rumbo definido, llevaba el montón de tierra guardado en un escapulario. Realmente no sabía qué hacer con él. El joyero lo vio y no dijo nada, de momento, pero después de que me ofreciera un vaso con agua en su tienda para recuperarme del ardor de la caída, me hizo el comentario. “Bello diamante que llevas”. Yo me sorprendí por la certeza y, a la vez, la vaguedad del comentario. ¿Cómo podía saber él que había un diamante en lo más recóndito de aquel puñado de tierra? Yo no lo sabía, pero tampoco quería averiguarlo. Me bastaba saber que un joyero experto en el oficio hubiera reconocido un diamante debajo de tanta inmundicia. Fue entonces que consideré enseñárselo. Pero hubimos de tener paciencia. La tierra se había aferrado con los años. De tanto haber visto cómo se acumulaba, había llegado a quererla, por lo que, cuando mi mano quiso removerla, comencé a sentir un intenso dolor en el pecho.

Poco me importaba mi reciente golpe: mis rodillas rojizas que amenazaban con continuar brotando la sangre que me mantenía con vida; los codos negros, magullados por el golpe contra el suelo raso; tampoco me importaba el golpe en la cabeza, cuando mis manos fallaron en contener la inercia que me precipitaba hacia abajo. Este dolor era más intenso, porque no era físico. Aquella era mi tierra. El polvo de décadas atrás me era sumamente conocido. Tenía una consistencia que podría describirle a un geólogo con los ojos cerrados, sin errar. La dominaba. Había permitido que cubriera lo que yo intuía era la joya más preciosa que se hubiere visto en mucho tiempo, sabiendo que el polvo evidenciaba la desidia y todo aquello que había impedido que pudiera ser. El polvo había surgido de cuadernos escolares quemados, de trofeos incinerados, hojas de calendario marchitas que marcaban los días en que, por alguna u otra razón – si es que puede hablarse de razones – el quehacer se había pospuesto; sonrisas inconclusas y proyectos basados en premisas inmaterializadas que habían requerido infinidad de horas hábiles para sortear los obstáculos que la realidad nunca presentó. Dolía mucho. Remover tantos escombros que parecían datar de tres reencarnaciones. De lo que fue, lo que hubiera podido ser y lo que nunca sería. Finalmente, mis dedos rozaron la superficie cristalina del diamante. Ahí estaba. Con mucho trabajo lo así y lo extraje de la tierra. Era diminuto, al contrario de mis expectativas. “Crecerá” dijo el joyero, reconociendo una roca viva en mis manos.

Al principio no podía creer que aquel pedazo de roca blanca fuera lo que había imaginado como el diamante diáfano de elegante porte y envidiables dimensiones. No sabía si mi desilusión aparente había motivado al joyero a hacer el comentario ridículo de que la piedra crecería, como si se tratara de un cachorro de león. Quizá con el tiempo, quizá con agua, con vitaminas, con otro diamante, con fertilizante, con leche, con frío, con oscuridad, con música, con tinta, con fe, con cariño, con algo… ¿De dónde se obtenía ese algo capaz de hacer crecer diamantes? El joyero me lo dijo, pero no le creí entonces. Pensé que la luz, hecha pasar a través de otros diamantes, dañaría las propiedades del mío, cuando lo que más me interesaba era que fuera admirado por su originalidad. Tenía una ávida sed porque la gente dijera “el diamante es así”, en lugar de “el diamante se parece a”.

Tomé entonces el diamante y lo guardé en el escapulario. Tendría que encontrar una forma para hacerlo crecer a su manera. Realmente no sé si haya una manera o si, al final, la madurez termina por mostrar una vía prometedora que hace sentido a cualquiera. Una certidumbre que orilla hacia una determinada dirección pero que, a diferencia de la nuda sensación, está provista de visión y de experiencia. No teme girar en sentido inverso el rumbo para mejorar la travesía; no se arrincona, sino que, incluso, solicita consejo. Nunca se ufana de tener la razón, pues el entendimiento le muestra que es natural equivocarse. No escoce ya la ignorancia. La piedra deja de empolvarse y así puede poco a poco comenzar a nutrirse de nuevas perspectivas.

Yo lo intenté sin convicción al principio, quizá movida más por una súbita curiosidad. Elegí un diamante grande. Su precio, y no es que eso fuera su principal atributo, sino que era más bien circunstancial, era de un millón de dólares. Lo estudié en el anonimato y, un día – porque, después aprendí también, las cosas duraderas no pueden realizarse de manera furtiva entre las sombras – dejé que un rayo de luz lo atravesara e incidiera en mi diamante. Se iluminó. Radió como nunca antes lo había visto. Fue tan bello. Un contacto más allá del tiempo y el espacio que me develó la necesidad de cambiarme el apellido de lo profundo que fue. Ignoraba cuánto valía mi piedra preciosa, pero pensé que, si se comparaba con la finura y delicadeza del diamante que había hallado, podía considerarlo un halago. Así fue que descubrí que los diamantes se nutren de la luz de otros diamantes y así llegan a crecer. Efectivamente, la piedra estaba viva. No sólo estaba viva, sino que tenía la capacidad de aprender. Sólo era cuestión de entender los principios físicos de refracción y reflexión de la luz para usarlos a favor. ¡Cuánta diferencia hay entre el razonamiento y el entendimiento! El primero resuelve y el segundo modifica; el primero es lineal y el segundo es circular; el primero es categórico, el otro es flexible; el razonamiento no puede amparar que un diamante crezca; el entendimiento, en cambio, apoya la hipótesis y la sustenta.

Tengo entonces un diamante mediano que cultivo en todo momento. Ya no lo dejo en casa, aunque tampoco lo muestro a extraños. Le mimo como si fuera una mascota que sólo crece para mí. La gente imprudente suele hacer el comentario de que requiere pulirse. Ya no me ofendo. Sólo externan lo evidente. En eso, poco se puede decir que haya mérito. Me alegro de verlo cada vez más fuerte, parecido a aquellos otros que adornan las vitrinas de la cultura que critican, sin que los transeúntes lo imaginen si quiera. Los miran, por tanto, sin verlos. Su raciocinio advierte el centelleo de las gemas cuando las traspasa el sol, mas su entendimiento no alcanza a descifrar el fenómeno y terminan aplaudiendo los insultos, festejando las críticas y adorando a aquellas figuras que les plasman desnudas sus facetas, a lo que ellos sólo alcanzan a mirar el cartón que se empleó para hacerlas y la pintura que se usó para decorarlas, sin sentirse, si quiera, interpelados, como si hicieran oídos sordos al escuchar repetidamente sus nombres, así como suenan las campanas para llamar a una asamblea y sólo se escucha el murmullo de los grillos que representan a aquellos pocos que se sintieron aludidos pero que tampoco tuvieron el coraje para apersonarse a la intempestiva vocación. Así será mi diamante un día, cuando haya terminado de pulirlo bajo diferentes filtros confeccionados en diferentes lenguas. Estoy tan ocupada durante el día, cazando gemas preciosas que me hagan ver nuevos prodigios, que casi no he regresado a casa, donde ni siquiera estoy segura de poder entrar de toda la tierra que han acumulado mis vecinos y que, me han contado, bloquea la puerta principal de mi morada.

Conocí a Borges. El día que lo leí por primera vez, me enamoró su estilo. Tomé pluma y papel y escribí, de una sola intención, el presente escrito, intentando, de alguna manera, asemejar su prosa. Con suerte algunos habrán evocado al escritor Jorge Luis Borges al leer estas líneas.

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