EL SER PERFECTO
Era un ser perfecto. Su figura era esbelta y atractiva. Sus músculos eran fuertes y tenían ese estado gracias a las extenuantes rutinas de ejercicio. Levantarse temprano todas las mañanas durante años había rendido frutos. Ahora, podía caminar y correr cuanto quisiera, con una condición física que hasta un atleta promedio envidiaría. Sin embargo, no sólo era su torso proporcionado y bien dibujado, su espalda recta o sus glúteos contorneados lo que le hacía destacar, sino que también su inteligencia. Había hecho siempre todos los ejercicios que en la escuela demandaban y había aprendido a comunicarse efectivamente y a ejercitar su memoria. Todo aquello que se proponía, de alguna manera, lo conseguía. Siempre había sido así. Tras una extenuante trayectoria de desvelos, de proyectos concretados, de certificaciones y de reconocimientos, ahora su hoja de vida lucía una impecable constelación de logros profesionales y académicos, decorados, de vez en cuando, con acciones de voluntariado a nobles causas.
No parecía tener un ápice de flaqueza. Absolutamente todos los requisitos los había cumplido. Versado en ciencias y artes, daba la impresión de nunca haber cometido un error. También se antojaba que le había sido muy fácil; de otra manera, no era explicable el cúmulo sucesivo de éxitos. De tan sólo pasearse por las veredas de la ciudad, se le notaba distinto. Como si su caminar pausado y reflexivo le permitiera tener comunicaciones telepáticas con fuerzas que a los demás les eran invisibles. Conversaba, sin duda, con los genios, aquellos grandes maestros de otros tiempos que se habían desangrado en tinta para dejarles algo en qué pensar a las siguientes generaciones. Todas aquellas almas que habían vertido su sudor y lágrimas en las memorias de lo que fuera una vida de incomprensión y de miseria.
El ser perfecto lo sabía bien. Sufría una extraña condición. Una enfermedad que sólo se curaba tras siglos de haber muerto con el levantamiento de una efigie. Se trataba de una situación que, en ocasiones, le impedía dormir. El genio dentro de sí le instaba a vivir una vida de mejora continua. Estaba en su naturaleza. Sin embargo, eso le brindaba luz y era entonces imposible pasar desapercibido en plena noche.
Los durmientes lo sabían. Notaban que era diferente. De tan solo verlo, lo sospechaban, pero al escucharlo hablar, lo confirmaban. Veían los prodigios de su mente y su capacidad de raciocinio; la entereza por la que luchaba por sus ideales y su confianza en sí mismo. La gente le aplaudía; pero en el fondo, le temía. No podían concebir que alguien pudiese ser la prueba viviente de su mediocridad. No podían entender las circunstancias de este ser perfecto, por lo que, animados, unos por temor y otros por envidia, le fueron cerrando las puertas.
Así fue como el ser perfecto comprendió que el mundo quiere lo contrario de lo que demanda, que es un crimen ser un ser excepcional de múltiples talentos, que no es bueno siempre obtener las mejores notas y haber hecho cosas extraordinarias.
Este ser no pudo encontrar su lugar en el mediocre mundo. Irónicamente, contra todo lo que los demás de él prejuzgaban, su genialidad le recordaba siempre que nunca sería perfecto.
En Londres, encerrada por el efecto de la pandemia del COVID-19, entreteniéndome con entrevistas a grandes personalidades y notando en su lucha la constante de la admiración del público, por un lado y el recelo del mismo, por el otro; escribí estas líneas como tributo a todos aquellos seres excepcionales que no encuentran su lugar en el mundo.