EL MEJOR DISCURSO
El público lo miraba expectante. Se trataba de más de trescientas personas reunidas en un mismo auditorio. No había ventanas a la vista y las puertas se hallaban cerradas. No se escuchaba ni el más mínimo murmullo. Sin embargo, afuera del auditorio había una fila inmensa de todos aquellos que no habían alcanzado a entrar a la conferencia, pero tampoco ellos hacían ruido, o quizá era simplemente que estaba demasiado concentrado que no los escuchaba. Efectivamente, sus sospechas resultaron ciertas, pues poco a poco sus oídos se abrieron para identificar los sonidos de los leves golpes sobre la puerta, misma que un guardia trataba de detener infructuosamente. Los de afuera querían entrar, querían escuchar el primer discurso del profesor: unos para admirarlo, pues lo consideraban una persona muy capaz; otros por inercia, pues sus amigos adoraban las clases del afamado profesor; y otros más, cabe decir, para burlarse, pues no encontraban nada distinguido en aquella personalidad tan fría y distante. El profesor lo sabía de sobra, inclusive veía que muchos alumnos que podríamos llamar indeseables ocupaban las cómodas butacas del auditorio tomando así los lugares que debieron haber correspondido a muchos de los alumnos de excelencia que esperaban afuera. Aquellos alumnos distinguidos, a pesar de su honestidad, trataban de sobornar al guardia para que dejara un poco entreabierta la puerta y así no se perdieran el evento. Mientras, los alumnos problemáticos, mal sentados en los asientos, devolvían una mirada retadora, inclusive un poco grosera.
Lamentablemente los alumnos no eran los únicos esperando que comenzara el discurso, sino que también se encontraban renombradas personalidades del ámbito académico, directivos y colegas. Al fondo, alguno que otro amigo profesor que sonreía para intentar darle ánimos pues sabía lo difícil que le debía de resultar aquello. Pero poco a poco las caras de cada uno de los presentes se fueron desvaneciendo y en su lugar sólo hubo una inmensa masa de cuerpos semi-estáticos, semi-callados, semi-humanos. La masa se deformaba a cada respiración y amenazaba con volverse un monstruo devorador del miedo ajeno. El profesor no hablaba y, al parecer, eso sólo servía para alimentar a aquella bestia que tenía por delante y a la cual nunca había podido realmente vencer. El profesor comenzó a preguntarse qué lo había llevado ante aquella situación, por qué no había podido negarse; pero la verdad, apenas y recordaba de qué se trataba el asunto y qué se esperaba de él.
Finalmente levantó la vista, sólo para encontrarse con aquella luz colgante del techo que le daba directamente a los ojos. La audiencia seguramente no lo notaría pero, con cinco luces encima, el profesor apenas y veía dónde acababa el escenario. En ese momento pensó en calcular el espacio; ya de por sí estaba haciendo bastante ridículo como para caerse por no ver los escalones o un borde mal diseñado. Se movió un poco y aquello no hizo más que reanimar a la audiencia. De nuevo ese silencio sordo e incómodo. El profesor empezó a sudar.
Entonces comenzaron a rechinar los asientos y alguien a lo lejos no dejaba de toser. Pero no pasaba nada. El profesor se esforzó por respirar profundamente. Sentía cómo las piernas le temblaban, y sólo esperaba que el público no fuera capaz de notarlo. Movió un poco los brazos que colgaban casi inertes a sus costados y cuando giró un poco la muñeca sintió el peso del reloj, por lo que recordó que había perdido mucho tiempo. Su mente agudamente le recriminó que, de haber empezado en punto, en aquellos momentos seguramente ya habría finalizado su intervención. Sin embargo, se ocupó de callar su discusión mental en cuanto apareció, pues sabía que no podía darse el lujo de fallar. Todos los presentes esperaban su mejor discurso, aunque muchos ignoraran que sería el primero y, con suerte, el último. Fue en ese momento en que un incipiente enojo se evidenció. Cerró sus puños para darse fuerza y deseó tener uñas qué enterrarse para hacerse daño y obligarse a despertar. La situación lo ameritaba. No podía creer cómo a pesar de los años su miedo no había hecho más que aumentar. Con inseguridad afrontó que en aquella ocasión no era miedo, sino más bien pánico lo que sentía.
La poca cordura que le quedaba le recordaba que debía hacer algo. Si no decir el discurso que había tratado de memorizar, sí improvisar algo a la altura de las circunstancias. Entonces abrió de nuevo las manos, parpadeó a conciencia y por primera vez se atrevió a devolverle la mirada al público. Intentó parecer valiente, seguro de sí mismo, dispuesto a comenzar. Los pocos murmullos que se habían despertado acallaron al instante, igual hicieron los ruidos extraños de procedencia lejana. Siguió entonces el más tenso silencio. Su mente comenzó a divagar de nuevo: se trataba de un silencio sepulcral, casi un silencio eterno que le habría hecho suponer que se encontraba muerto de no ser porque su corazón bombeaba sangre a una velocidad vertiginosa para hacerlo sentir vivo, intranquilo…, molesto.
Los ojos le empezaron a llorar, ellos siempre tan oportunos. Su respiración comenzó a acelerarse ante la desesperación. Pero su mirada seguía inexplicablemente íntegra, y lo sabía pues no se había movido absolutamente nadie en el auditorio. Entonces pensó en sincerarse ante la comunidad y amablemente retirarse, pues sabía que había llegado a un punto desde el cual le era imposible continuar. El profesor siempre había sido partidario de hacer la lucha hasta la muerte y en el caso de caer, entonces, con más entrega, levantarse; y sólo por ese hecho, o un orgullo un tanto debilitado, decidió mantenerse en su sitio haciendo frente a la tormenta. Se dio cuenta que había dejado de respirar, así que exhaló profundamente y después inhaló con fuerza. Ahí solo, juzgado por más de trescientos pares de ojos curiosos, por más de trescientos oídos que no eran complacidos y más de trescientas lenguas que no dudarían en comentar al salir lo que había pasado, se sintió desvalido, pequeño e impotente. ¿Dónde había quedado la fuerza de voluntad del día anterior cuando ensayó frente al espejo? ¿Dónde había quedado aquél ánimo después de que su mejor amigo le dijera que él sería capaz de eso y mucho más? Ahora lo recordaba. Su mejor amigo lo había metido en ese embrollo. Con razón no había podido negarse si el otro, haciendo oídos sordos a reclamos, le había sonreído, dado unas palmadas en la espalda y dicho que confiaba en él. Y ahí estaba el profesor ahora, ante una audiencia heterogénea de todas edades y gustos. No había manera posible de complacerlos a todos o dejarlos medianamente satisfechos. Pero el tiempo seguía corriendo y no había dicho absolutamente nada. Quizá su lenguaje corporal lo hubiera dicho por él, cuestión que se temía.
Su mente le instaba para que dijera al menos “buenos días”, pero ¿no sería ya “buenas tardes”? Ante la duda se quedó nuevamente callado, además de que comenzó a sentir la lengua muy pesada. A duras penas podía tragar saliva. ¿Cómo era posible que el público siguiera prestándole atención? Todos estaban sumamente concentrados en él. ¿Qué les interesaba tanto? No había articulado ni un disimulado sonido, no se había movido ni un centímetro de donde se había plantado hacía considerables minutos; sin embargo, los directivos e invitados extranjeros no le quitaban la mirada de encima, los alumnos destacados ni siquiera parpadeaban y, para colmo o fortuna, los alumnos indeseables no jugaban con el celular o platicaban con el amigo sentado al lado sino que lo miraban como nunca le habían mirado antes, inclusive habían relajado su mirada rebelde de imberbe picardía.
Sin saber cómo proceder del todo, abrió la boca y dejó que la palabra se formara sola. Con toda la potencia de que fue capaz, pues ignoraba si le habían puesto un micrófono ceñido al saco, dijo un simple “gracias”. Satisfecho sonrió, pero asombrado siguió sonriendo, pues tan sólo hubo pronunciado la palabra todo el auditorio se puso inexplicablemente de pie y comenzó a aplaudir. Ciertas alumnas sentimentales se permitieron mostrar algunas lágrimas silenciosas que rodaban por sus mejillas. Desconcertado, el profesor continuó sonriendo y buscó una mirada de apoyo. Al fondo, su mejor amigo apareció también aplaudiendo acaloradamente, evidentemente satisfecho. El anterior debate mental ahora se pronunciaba a favor de una curiosidad extrema y al salir del auditorio, entre vítores, el profesor no pudo evitar escuchar los comentarios de algunos alumnos extrovertidos que lo calificaban como el discurso más sincero que habían visto en su vida. Después de algunas felicitaciones de ciertos directivos, que sin duda pensaban que se trataba de una brillante actuación hecha con toda la intención de hacer una crítica social, el profesor sonrió aliviado y se acercó a su mejor amigo diciéndole que en realidad no había dicho nada. Su amigo respondió, coincidiendo con todos los espectadores, que lo había dicho todo.
Durante la universidad tuve un profesor muy amable que daba clases muy buenas. Era, además, muy accesible. Por extraño que parezca, el profesor confesó un día que sufría de pánico escénico y que le costaba mucho trabajo hablar en público. No pude evitar llegar a casa ese día, dejarme invadir por mi sensibilidad y redactarle este escrito. Se lo regalé al día siguiente.