ESPACIO SINFÓNICO
Una cápsula roja posaba sobre la mesa. Las indicaciones habían sido claras, “tómala para que puedas respirar”. Dudaste por un momento, pensando que todo lo que te rodeaba podía ser mentira. Levantaste la mirada y viste a aquellas personas ataviadas con batas blancas devolviéndote la mirada, apurados, concernidos y quizá preocupados, como si supieran algo que tú ignorases. Tomaste la cápsula, abriste la boca y la tomaste. Al momento te arrepentiste, la garganta se te cerró, la habitación y todo en derredor comenzó a dar vueltas. “Todo sea por el viaje” te repetías a ti mismo mentalmente, intentando tranquilizarte. Finalmente, todo se detuvo. A lo lejos comenzó a escucharse una conocida melodía. Primero con violín, después con violonchelo. Cerraste los ojos, inspirado. Tal era la confusión, que poco tiempo tenías para extrañarte de las imágenes que aparecían ante tus ojos. Primero, un inmenso aeroplano que se elevaba a considerables kilómetros de altura y a una velocidad vertiginosa, después un descenso estrepitoso seguido de un ascenso igual de veloz. El asiento en el que te encontrabas sentado, vibraba. Las ventanas de tu derecha e izquierda igual zumbaban. El tablero frente a ti emitía sonidos y luces de colores en una secuencia que, a pesar del caos, te pareció perfecta. La voz del radio era conocida, pero lejana. Escuchabas más las incesantes notas musicales que la voz del piloto dándote instrucciones para la separación del aeroplano. “La potencia debe estar en equilibro” creíste oír; pero en ese preciso momento, donde tiempo-espacio se reducían a un mismo punto en el universo y convergían en un respirar entrecortado, sólo eras capaz de percibir un La bemol seguido por un Fa sostenido. Inconscientemente comenzaste a tararear. La melodía te elevaba a una plenitud que pocas veces habías experimentado. El radio continuó balbuceando instrucciones que más bien parecían hacer las veces de tambores con redobles de aquella canción tantas veces repetida. Las luces continuaban su secuencia, casi como si bailaran al son de aquella pieza. El motor rugió, quizá porque habías inconscientemente tomado con la mano derecha la palanca de la nave. Tamborileaste el siguiente acorde con los dedos sobre la base cuadrada de la palanca de metal, sin sentir el frío. A decir verdad, el calor o el frío eran ahora irrelevantes. La música empezó el segundo movimiento a la vez que tú metiste segunda en el vehículo. La vibración del asiento era tanta que tuviste que cerrar la boca para evitar que tus dientes chocaran entre sí. Aun así, con boca y dientes cerrados, sonreías. Do sostenido, aliento sostenido. Luz intermitente. Re. Si. Sol. ¡Sol! Aquella estrella cada vez se encontraba más cerca. Ya quedaban pocas nubes en el firmamento. Te sorprendiste pensando que, si Dios realmente vivía en el cielo, sería porque era hermoso. Los colores se conjugaban y oscurecían a medida que el radar comenzaba a indicar que salías de la atmósfera terrestre. Recordaste respirar cuando la música comenzó el tercer movimiento. Ahora era una sinfonía completa. Violines, violas, violonchelos, timbales, trompetas, clarinetes…, todo en su conjunto formaba un espectáculo que te hacía sentir orgulloso de ti mismo. Realmente no importaba todo el dinero, el tiempo y el esfuerzo dedicado. Ahora estabas solo en el espacio. Una soledad que lejos de pesar, infundía felicidad. Solo tú, el universo, la música de tu cabeza y las estrellas de testigos. Sin nadie más a tu lado que todas aquellas maravillas de las que nadie sería jamás capaz de contar que las había visto con sus propios ojos. Sólo tú. Comenzaste a despegarte de tu asiento, pues no había gravedad. Al sentirte en casa, desabrochaste el cinto de seguridad y flotaste por la nave. Era casi como nadar en aire. Quizá mejor. Las ventanas proyectaban luces de colores espectaculares, al tiempo que el violín protagonizó la melodía con un solo en quinta posición. Todo era absolutamente maravilloso. Ahí. Sin tiempo ni ataduras. Sin nada que hacer más que disfrutar. Respirar. Dejar de pensar. Vivir. Quizá, si acaso, recordar. Flotar cual pluma en aquel territorio de nadie y, a la vez, de todos. Murmuraste un par de palabras en italiano, combinadas con un poco de español, aunque la palabra imperante en tu cerebro era: “gloria”. Si había una manera de experimentar la felicidad pura, era ésa. Y dudaste mucho que otro sentimiento pudiera igualarlo. “Rápido, otra descarga”. No sabías si habías escuchado bien. Además era extraño, el radio lo habías apagado cuando decidiste comenzar a flotar de un lado a otro de la nave. ¿Quién había hablado? “Rápido, incrementen el voltaje”. Dudaste. Quizá no habías apagado el radio. Efectivamente así era. Las indicaciones comenzaron a ser más técnicas y apresuradas. El tablero frente a ti empezó a lanzar chispas azules amenazando con provocar un corto circuito, y quizá así había sido porque, acto seguido, sentiste una descarga eléctrica en el pecho, aunado a una terrible jaqueca acompañada por náuseas. “Déjenlo respirar” Habló la misma voz. Todos en la habitación se alejaron de la camilla mientras te ambientabas. Tu mano derecha se encontraba vendada, tu brazo izquierdo inmovilizado por el suero. Cinco pares de ojos vigilaban atentamente tu reacción. Extrañado, comenzaste a recobrar la conciencia. Intentaste incorporarte, pero una enfermera inmediatamente lo impidió. “No debes moverte, pronto pasarán las alucinaciones”. ¿Alucinaciones? De pronto te preguntabas qué había sucedido. La música, a lo lejos, aún la escuchabas. A un tono más bajo, pero ahí estaba. Latente. Con un ritmo dócil. Imaginaste un pentagrama con un tiempo de tres cuartos. Volviste a evocar las imágenes de aquella nave en la inmensidad del espacio. Te dolió la cabeza al recordarlo. Tenías un fuerte golpe en la parte superior izquierda de la frente. Aun así, la tenue música seguía su ritmo, o quizá era que llegaste a sentir tu propio pulso. “Fue un gran problema reanimarte” te confió una joven enfermera, “te aferrabas a no volver”. Sonreíste. Quizá si supieran a dónde habías estado habrían comprendido tu futura decisión de dejarlo todo atrás, invertir dinero, tiempo y esfuerzo para tomar aquella cápsula roja que posaría sobre la mesa. “Todo sea por el viaje”.