NIEVE
La nieve era suave. Quizá demasiado suave para ser real. Sólo la temperatura evidenciaba la verdad: el bosque existía y estaba desierto. Pero evidentemente aquello no importaba. La soledad nunca le había dado miedo. La independencia parecía ser su característica suprema; aquella que lo había conducido por senderos desconocidos hacia el inmisericorde abismo. Y aunque en ocasiones recordara a su manada, cada noche seguía el olor de la sangre débil como si se tratara del mismo día en que sus hermanos le enseñaron a cazar, y los sentía correr a su lado acompañándolo en las nocturnas travesías por el bosque yermo, cada vez lleno de menos árboles y más nieve. Sólo había nieve. Una blancura espesa que, combinada con neblina, le hacía calarse hasta los huesos y hacerse más fuerte aún. Con la mirada siempre fija hacia adelante, dispuesto a atacar en el momento preciso. Lo blanco, poco a poco parecía transformarse en la mismísima nada. Temió por un pequeño segundo que la tierra que pisaba fuera a desaparecer de un momento a otro. Se detuvo y escuchó. Pero no se oía nada. Lamentablemente, el lobo sabía que se engañaba y estaba muy lejos de estar solo. Conocía la situación a la perfección. No era que de repente el mundo hubiera desaparecido, sino más bien que el mundo parecía haberse olvidado de él. Y eso sí que le aterraba. Todos los seres circundantes pensaban en él como si fuera una entidad ajena. Ajena incluso a todo sentir, como si se tratara de un objeto más que ocupara un lugar en la naturaleza. Aquellos que una vez creyó querer, no eran más que extraños. Todos cambiaban de un modo u otro. Después de todo: las cosas pasan, la vida fluye y los animales no pueden ser ajenos a la transformación del universo. ¿Pero el ignorar? Ignorar era demasiado. ¿Traicionar? Aquello era aún peor. ¿Perdonar? Ni hablar.
Un orgullo soberbio recorría aquellas venas que algún día había deseado fueran azules. Pero dolía. Más de lo que le gustaba admitirlo. Un sabor amargo inundaba su lengua y su instinto de supervivencia le indicaba que en nadie más podía confiar de ahí en adelante. Fue ahí cuando el frío comenzó a internarse en él y le volvió insensible a infinidad de cosas. El mundo después dejó de ser blanco a sus ojos, para tornarse negro. Una oscuridad que le hacía sentir placer desmedido al obtener una ventaja en la cadena alimenticia. Una oscuridad que le era cómplice y le inundaba de un poder sobrenatural difícil de describir; pero que pronto dejó de ser bendición para ser la representación pura del mal. Un mal que creía tener por dentro, pero que en realidad, concluyó, se encontraba fuera. Y huyó. No porque fuera cobarde, sino por ser inteligente. Y continuó viviendo su destinada soledad. Sólo acompañado de su sombra, su eterna compañía. Aquella sombra, que bien sabía, era la única que podía ayudarlo en realidad pue sólo ella le hablaba con la verdad. Le mostraba su figura proyectada en las cavernas o en la neblina tal cual era, sin esperar quedar bien o recibir aplauso en pago. Ella era honesta y fiel, siempre andando a su modo, siguiendo sus mismos instintos y sin esconder absolutamente nada en risas hipócritas o fingidos olvidos. Ella le mostraba sus defectos y cualidades por igual. Pero quizá lo más importante es que jamás abandonaba. ¿Cuántas veces había escuchado el “siempre estaré a tu lado” convertido, años después en “no puedo ayudarte”? ¿Acaso no existía animal racional sobre la tierra capaz de mantener semejante promesa? ¿Acaso no existían los amigos? Lo dudaba. Y aun cuando tiempo después se reencontró con su manada, una parte de sí se limitaba a creerlo por completo. La otra le insistía en que todo lo que sentía era real. Mas sentir era su pasión oculta, aquella ciencia o arte creada para ordenar el cosmos y que lo llenaba de una sensibilidad que percibía como única. Proteger dicha sensibilidad lo había llevado a aceptar los más atrevidos retos. Saltar de los abismos, desafiar a bestias más grandes y más fuertes que él, aguantar bastante tiempo sin agua ni comida. Y sobrevivía. Siempre había salido victorioso. Sin embargo; por más que desafiara a la naturaleza sabía que no podía hacer lo mismo con el tiempo. Aquella fuerza misteriosa que tenía la habilidad para nunca dejar a ningún mortal contento. El pasado, a veces lo dejaba lleno de resentimientos y arrepentimientos nada amigables, que se combinaban sin piedad con aquellos sucesos trágicos que nunca podían cambiarse. Mientras el futuro, a su vez, parecía una telaraña incierta que, en ocasiones, no parecía deparar algo distinto. Pero era injusto pues bien sabía muchos habían sufrido por su causa. Aquellas decisiones malas que se toman y, a la vez, todos aquellos acontecimientos sobre los que no se puede decidir. ¿Por qué no podía controlar lo que pasaba? La vida parecía quizás una cronología de efectos sin causas, a la vez que causas desprovistas de efectos. Y la pregunta se mantenía siempre en pie. ¿Por qué? Pensó un momento. Respiró profundamente y de lo más recóndito de su ser aulló al pasado y al futuro. Pero sobre todo, aulló al presente. Aquel preciso momento del que comprendió dependía lo que habría de venir. Olfateó la nieve que había pisado y percibió la presencia de sangre. Volteó a ver su pata derecha y se lamió para curarse. “Ya cicatrizará” pensó mientras corría vertiginosamente de nuevo hacia el bosque siguiendo los aullidos que habían respondido a su llamado. Quizá, solo quizá, se trataría de nuevos amigos. Se sintió impaciente por averiguarlo.
Un amigo había pasado la mayor parte de la tarde contándome sus problemas, incluso mencionando sus intentos de suicidio. Se describía a sí mismo con los peores adjetivos, convencido de que en cierto periodo de su vida había sido absolutamente malvado. Yo lo escuchaba con empatía. Cuando se fue de mi departamento, le escribí el presente texto y se lo compartí.