LA SOMBRA DE LA APARIENCIA
Siempre había soñado con encontrar el amor. La idea de poder contar con alguien para toda la vida, le parecía tentadora. Siempre miraba con mucha atención a las compañeras de la escuela y, luego, del trabajo. Se preguntaba constantemente qué estaría haciendo mal para no atraer a ninguna de las chicas.
El tiempo le hizo, de alguna manera, resignarse. Todos sus compañeros de la universidad se habían casado y tenían hijos; él seguía soltero. Sus ideas sobre el amor eran bastante románticas y se frustraba cuando veía que sus amigas se quejaban de la actitud de sus exnovios. De alguna manera, él, lindo, cariñoso y respetoso no parecía ser un personaje atractivo. Y fue justamente el escuchar las desaventuras de medio mundo, lo que lo llevó a dedicarse a la psicología.
Lejos de entender a los pacientes, buscaba en otros la respuesta a sus propias preguntas. Por qué no encontraba el amor, era la primera de la lista. Escuchaba por horas enteras cómo las viejitas dominaban la sesión platicando anécdotas, cómo los jóvenes hablaban de sus sueños, los adultos mayores de sus negocios estancados y la problemática con sus familias. El amor no parecía algo deseable. Todo el mundo tenía problemas relacionados con ello. Maridos que eran infieles, mujeres abusadas, niñas abandonadas por sus padres. Sin embargo, de alguna manera, él se resistía a creerlo y en las noches se encerraba en su departamento a continuar sus fantasías. Llego incluso el día en que consideró la idea de comprarse una mascota. La soledad le aburría sobremanera y descartaba la posibilidad de morir en aquella situación: completamente solo.
Fue cuando casi se hubo resignado a permanecer soltero que a su consultorio entró una joven. Al principio no le dio importancia y la atendió como a todos los demás pacientes. En el fondo, sintió que en aquella ocasión algo era distinto. Su amena charla y la infinidad de problemas que tenía la joven, los llevaron a triplicar el número de sesiones y, posteriormente, a continuar la plática con salidas a cenar cuando ya era muy tarde. El psicólogo trataba de convencerse, cada vez que la veía fuera de los horarios de trabajo, que no era nada importante y que lo hacía por ayudarla. La amistad no tardó en surgir. Llegó un momento en que la amistad se desarrolló a tal grado que él le sugirió cambiar de terapeuta. Ella aceptó, después de varias copas de Martini. La posibilidad de tutearse y salir sin remordimientos éticos, era sumamente emocionante.
Así lo hicieron y comenzaron a salir. Poco a poco la relación tomó un cariz más formal, aunque jamás se habló de matrimonio. Lamentablemente llegó el día en que pelearon. Quizá él se tomó muy a pecho las quejas de ella, y ella se volvió intolerante a sus olvidos. En plena discusión en medio de la calle, acerca de quién traía el dinero para pagar el taxi, sucedió. Ella fue arrollada por un auto, causándole la muerte.
Él se sorprendió muchísimo y su primera reacción fue correr detrás del auto para detenerlo y así obligar al conductor a pagar su error; y no fue sino hasta que se enteró de la muerte de la muchacha cuando se odió a si mismo por no memorizar las placas del vehículo mientras lo perseguía. Ella, la única persona que lo había querido, se hallaba muerta. Lo peor de todo es que había sido su culpa. No lloró, sólo porque al hospital en que terminaron era el mismo en el que él trabajaba. No podía hacer una escena frente a los compañeros de trabajo.
Lo peor de todo fue el día del funeral. Porque ahí se enteró de la verdad. La muchacha no se llamaba como había dicho, no vivía donde había dicho, no tenía la profesión que le había dicho, no era soltera y tenía una hija. La mujer tenía antecedentes penales y, por alguna razón que no estaba seguro de comprender, se había hecho pasar por su hermana, había inventado una historia de fracasos amoroso y lo había seducido.
En ese momento, él la odió. Todo había sido una estúpida mentira. El esposo le dijo de mala manera que se fuera y no volviera jamás. La hija, escondida detrás de la abuela, lo miró de una manera peculiar, expectante y, a la vez, tímida. La madre de la muerta lo corrió sin mediar palabra y el padre que oficiaba la ceremonia no tuvo más remedio que correrlo también, aunque de forma diplomática.
No podía creer que no se hubiera percatado de la farsa. ¿Cómo había podido esta mujer ocultar un esposo y una hija? Él se jactaba de ser un buen psicólogo y poder ver el interior de las personas. Su rabia lo llevó a tener sentimientos encontrados. Por un lado, amor hacia la mujer, por otro, un desprecio desmedido. Esa ira no la pudo controlar y en cuestión de tres meses perdió su empleo. Su jefe le sugirió que tomara unas largas vacaciones y, de manera sutil, sugirió la jubilación. Él lo encontró indignante ya que no era ningún anciano. Así que habló seriamente con su abogado para considerar una demanda a la clínica del hospital.
Todo había pasado tan rápido y, a la vez, tan lento. Cuando cuenta se dio, un día de navidad, habían pasado ocho años desde que muriera la “sombra”. Así le había llamado pues a donde quiera que iba le parecía encontrarla. En cada sueño en donde ella aparecía, él la amaba y la besaba, aunque terminaba en cada ocasión besando un cadáver putrefacto. Él la había matado y lo sabía. Había dejado que ella abriera su cartera para buscar el dinero para pagar el taxi y ello le había hecho distraer su atención de la avenida y los autos que transitaban por ella.
Él no era un hombre devoto, pero estaba seguro que era la peor persona del planeta y que jamás obtendría la salvación. Como ya no podía volver al mundo de la psiquiatría, ya que había perdido el juicio contra la clínica y le habían, además, prohibido el ejercicio de la profesión; comenzó a dedicarse a pintar casas. Era un oficio detestable, pero era mejor que quedarse en casa viendo la televisión y sin obtener ingresos. Él era alérgico a una sustancia que contenía el bote de pintura y lo sabía de sobra. “Así obtendré el castigo que merezco”. Poco a poco esperaba la muerte.
Pasado un tiempo, un día llamaron a su casa para pedirle que fuera a pintar una casa a las afueras de la ciudad. Él tomó sus cosas y se dirigió a la casa. Para su frustrante sorpresa quien abrió la puerta fue la hija de su amante. Con una actitud altiva pasó a la casa y comenzó a pintar. La niña ya tenía 10 años más que cuando la vio por última vez en el funeral. Debía tener quince años para entonces. No lucía muy animada y seguro debía de tener un terrible trastorno de personalidad porque tampoco miraba a los lejos. Mejor para el pintor. Haría su trabajo rápido y se iría.
Después, como era de esperarse, llegó el padre de la niña, acompañado por una radiante mujer. El pintor no pudo más que sentir celos. Seguramente el esposo se había vuelto a casar con una mujer muchísimo más joven. Para su sorpresa, el esposo no le reconoció. Por una fracción de segundo, el pintor consideró envenenar a la nueva mujer que le daba órdenes de cómo debía de quedar la decoración del piso superior; después consideró envenenar al exmarido. Por cobarde, desistió y subió las escaleras para encargarse de la parte de arriba de la casa.
Su enojo era brutal. Sólo contenía el llanto porque la habían enseñado que los hombres no debían llorar. Se internó en sus pensamientos, ajeno por completo a lo que pasaba en derredor, como había ocurrido los últimos diez años de su vida, hasta que escuchó gemidos. Poco a poco, a medida que continuaba escuchando, vio con detenimiento el lugar que estaba pintando. Vio muchas puertas, cada una con un número y una cerradura. Después lo comprendió, el lugar era un prostíbulo. De manera disimulada se asomó al piso inferior. Padre e hija en plena escena. El pintor hizo grandes esfuerzos por no vomitar de lo grotesco. Ahora qué más cabía esperar de la humanidad. La mujer radiante subió las escaleras para revisar el trabajo del pintor y, tras dar su aprobación, le pagó lo justo. Para cuando bajó las escaleras, la hija se hallaba de nuevo vestida y sentada en un rincón. El pintor no pudo evitar dirigirse a ella y hacerle unas preguntas. El psicólogo que había dentro de él, renació, y de las respuestas pudo deducir que aquel hombre que la había poseído minutos atrás no era el padre. Una sonrisa se marcó en sus labios al deducir, entonces, que la mujer que había amado no le había mentido en cuanto a su estado civil. El psicólogo se decidió a encontrar el fondo del asunto. Regresó a su casa, se atavió con una bata y recordó lo que la “sombra” le había dicho en consulta. No todo podía resultar una mentira.
Creyendo que no había otra solución; se compró un bigote falso, se compró un saco elegante y se dirigió de noche al prostíbulo. Sus sospechas resultaron ciertas y la casa estaba repleta de toda clase de hombres. Él había escuchado el nombre de la niña, así que la pidió. Una mujer lo condujo, después de que pagó, a la habitación indicada. Y ahí estaba ella, casi desnuda. El psicólogo cerró la puerta con llave, se quitó el disfraz y se sentó en la cama. La niña, asustada, se quedó en la cama cubierta con las sábanas hasta la nariz. Él le explicó la historia completa, que un día había amado a su madre y que quería saber qué era lo que estaba pasando. Después de una hora, la niña comenzó a hablar y le dijo que la mujer que él había amado no era su madre, sino su hermana. Que habían sido tres hermanas y que el hombre que las tenía bajo su poder era un tío lejano que se había hecho pasar por esposo de la hermana mediana. Los padres habían muerto, y el tío las había acogido a cambio de que trabajaran para él. La hermana mayor le había pedido al tío que sólo la llevara a ella y dejara en paz a las otras dos; pero el hombre no hizo caso. La hermana mayor le pidió una noche a la hermana mediana que le ayudara a quitarse la vida. La hermana mediana lamentó mucho no haber tomado aquella decisión, ya que su hermana mayor murió de los golpes que el tío le infligiera la noche siguiente. Ante tanta pérdida, la hermana mediana tomó el lugar de la hermana mayor y comenzó a vivir la vida que a la hermana le hubiera gustado vivir; ya que ella siempre había soñado con unirse en matrimonio con un médico. Tomó su papel ante su tío con dignidad, protegiendo así a la pequeña hermana de sólo cinco años, y en las tardes usaba su tiempo para vivir la vida de la hermana, inventándose para el caso datos falsos que hacían realidad, de alguna manera, las fantasías de su hermana fallecida. Al enterarse el tío de esto, la involucró en la muerte de la hermana mayor levantándole cargos por suplantación de identidad. La policía comenzó a buscarla y el tío comenzaba a chantajearla con abusar de la pequeña si no se entregaba a las autoridades. Cuando ella murió en el accidente, ya no hubo quién protegiera a la hermana pequeña. El tío esperó sólo lo necesario, y a los doce años la involucró en el negocio. El psicólogo sintió pena por su amada y enojo consigo mismo ya que, de haberse enterado, podría haber ayudado a las hermanas. ¡Cuán tarde había llegado para la hermana pequeña! Aun así, él decidió ofrecerle una salida. Comprarla.
El psicólogo negoció con el dueño del lugar y acordó comprar a la niña. Aun así, no dejaba de sentirse culpable por haber ocasionado el accidente. Sólo cuando la hermana lo perdonó, su alma pudo descansar en paz. Ambos fueron a visitar la tumba, le llevaron flores y dejaron que su espíritu se fuera.
Quizá el psicólogo nunca pudo recuperar su empleo y continuó pintando casas; pero no murió solo; ya que había ganado una hija y, esa niña, había ganado para sí un padre. Los papeles de adopción los habían arreglado sobornando a algunos abogados, pero había valido la pena, ya que vivieron como familia casi veinte años. Al funeral del psicólogo asistió la hija adoptiva con su esposo y tres pequeños hijos.
El accidente que había cobrado la vida de su amada, el psicólogo nunca lo olvidó, pero encontró la paz necesaria para poder recordar aquel día sin que le produjera dolor; pensaba, para sus adentros, que criar a la hermana de su amada y alejarla de aquella vida miserable, constituía una buena forma de enmendar aquel error; y así pudo él descansar en paz, teniendo la seguridad de que había encontrado el amor de una familia.
Un amigo estudiaba psicología y requería una historia sobre la pérdida. Le inventé este texto.