MIEDO

Es difícil caminar con los ojos cerrados, pues no se puede distinguir la luz de las tinieblas. La imaginación comienza a suplantar las sensaciones y cada paso parece ser la última roca del camino hacia el abismo. Cuán fácil sería todo si se pudiera ver la senda. Pero lamentablemente sólo se puede ver la senda ajena. La propia está cubierta de una mística aureola de misterio y fatalidad que encapsula una amarga sutileza de certeza. La senda ajena que uno ve, no se siente. Pero la vereda propia se siente sin poderla ver. Es así que uno reclama en alto que los otros no comprenden, y tiene cierto dejo de razón, aunque también no es menos cierto que cada uno siente y se estremece con su propio camino.

Llega un punto, sin embargo, en que todo consejo parece inútil. El avanzar es en sí mismo un problema en lugar de un medio para alcanzar un fin. Las fuerzas se van desgastando poco a poco. La oscuridad comienza a ser insoportable. Para los cobardes, como yo, resulta una agonía que se prolonga con el silencio que se produce al tragarse uno las palabras de aliento que el alma no se atreve a pronunciar. Se busca una fuerza externa, pero es sólo un remedio paliativo a un problema con raíces aún más profundas. Las palabras de aliento se las lleva el viento. Los abrazos que infunden ánimos se desvanecen cuando el sol se iza al día siguiente. La certidumbre que muestra el calendario es desgarradora. El tiempo es un villano perverso que siempre encuentra la manera de hacerse presente: desde un inocente “buenos días” hasta un cruel “hasta mañana”. El reloj de pulsera, cuan esclava, es un ferviente recordatorio de todas aquellas horas que, por desidia, se malgastan. Todas aquellas oportunidades que fluyen a nuestro lado como caudales de río que, sabemos bien, no desembocarán en el mar que anhelamos, sino que crearán las olas de otro mar que poco a poco amenazará con ahogarnos en remordimientos y promesas sin cumplir.

El miedo es la reacción a todo ello. El mecanismo de defensa que nos pone alerta, pero que puede ser el mismo verdugo. Así, al final de la historia, no son ni el tiempo ni el resquebrajado camino los autores del fracaso, sino que, irónicamente, es el temor a fracasar el que produce el resultado que intentaba precisamente evitar. Una mala broma del destino o, quizá, el desenlace esperado de adoptar una conducta autodestructiva. Poco hay que pueda decir a su favor aquél que enferma por no dejar su adicción al alcohol. Así también, poco hay que pueda argumentar aquel que se deja dominar por el miedo. Pues, al final de cuentas, el miedo no deja de ser una ilusión y, disfrazado de racional y experto en probabilidades, va abriéndose paso en la naturaleza humana hasta manejarla por completo. Casi como si se tratara del   secuestro de un avión: se cambia el rumbo para estamparse contra un edificio y morir en el impacto; aunque de modo más sofisticado. El miedo parece encontrar el agujero en la argumentación que da el amigo y el amado y engatusa a la razón para tenerla, obnubilada, a su merced, con estadísticas acerca de lo difícil que es la empresa a emprender y cómo las propias habilidades están poco preparadas para hacerle frente. La razón escucha y se convence y es ahí cuando el alma comienza a decaer. Aquella alma tierna y llena de ilusiones comienza a cuestionarse; comienza a pensar que, si la mente tan fría y calculadora se convenció, quizá tenga algo de razón y, en consecuencia, duda. Y no hay victoria más placentera para el miedo que ver que el alma duda. Pues la vida puede seguirse con una mente escéptica y con fuerzas diezmadas, pero no con un alma que vacila; pues cuando en el fondo hay turbulencia, entonces se deja de escuchar la voz interior, que es la única que tiene siempre la razón. Y aquella voz interior podrá desgañitarse indicando con señales de humo, y cuanto método se invente para llamar la atención, la dirección a seguir; pero si el miedo ensordece al alma y seduce a la razón, no habrá quien la escuche y entonces sí se estará caminando, a ciegas, hacia el abismo mismo, y la voz interior no podrá hacer más que anticipar la calamidad y ver cómo paso a paso el ser se desvanece y sucumbe a la ilusión.

Sin embargo, el miedo requiere para propagarse que se crea que todo está perdido y que el panorama es, por demás, sombrío; esto quiere decir que, mientras se sienta miedo se tiene la capacidad de creer, es sólo que se ha decidido creer en el camino equivocado. Así, la misma condición que condena al hombre es su salvación, pues siempre se puede elegir creer en algo distinto. El miedo lo sabe bien y es por ello que elige primero convencer a la razón, pues sabe que solo no puede con el alma; y el alma, transparente y noble, no se da cuenta muchas veces que es infinitamente más poderosa que la mente y le otorga la debida deferencia. De esta manera, el último recurso que tiene la voz interior para retomar el control del ser es apelar al alma y recordarle los motivos por los cuales emprende la lucha en primer lugar. El alma dubitativa reacciona y contesta que los motivos se desvanecen poco a poco, que lo ha olvidado ya, que poco sentido tiene continuar una proeza destinada a fracasar. Pero la voz interior debe obligarla a recordar pues así el alma podrá darse cuenta que lo que buscaba, en realidad, no era la meta, sino las experiencias del camino. Si el alma recuerda que la fuerza radica en “intentar” más que en “obtener”; en “aprender”, más que “dominar”, en “crecer” más que en “triunfar”, entonces podrá vislumbrar que la lucha vale la pena por la lucha misma, por el transitar lo inexplorado y experimentar algo diverso y así el fracasar o no carecerá por completo de sentido, pues recordará que cada travesía tiene múltiples objetivos y, si bien triunfar es el último de ellos, no es el único; y que poco se puede juzgar un cometido por el fin último. Recordará aquella inocente y cálida sensación que le produjo soñar con el “puede ser”. La satisfacción que le produjo el imaginar el “caso ideal”. La ilusión que le llevó a embarcarse sabiendo, desde el principio, que no era cosa fácil y que había mucho sufrimiento por delante. Así, que el camino sea difícil y pese el caminar no son argumentos novedosos capaces de llamar a retirada cuando se sabían desde un principio, pues es bien sabido que bajo advertencia no hay engaño. De manera que las problemáticas vislumbradas e identificadas de antemano no pueden pesar como argumentos que justifiquen el darse por vencido. Este argumento será lo único capaz de hacer reflexionar a la mente perturbada hasta que se dé cuenta que, efectivamente, se ha dejado despistar. La mente, seria y orgullosa capitana, no aceptará tan fácilmente su desliz, sino que culpará al alma, diciendo como siempre “yo sucumbí ante razones, pero tú sucumbiste a las pasiones, al menos llevo más mérito en ello y demuestro, una vez más, mi superioridad”; a lo que el alma callará, pues sabe bien que el mundo está más plagado de razones artificiales que de pasiones falsas y que si el miedo se encubra primero en la mente es porque sabe bien que ésta sucumbe a todo aquello que se vende como “razonable” sin discernir mucho el producto de la envoltura. La voz interior respirará aliviada, pues prefiere que mente y alma se disputen su superioridad mientras le hagan caso y ambas escuchen el compás que marca la dirección correcta. ¿Y cuál es la dirección correcta? Podrían algunos preguntar. La dirección correcta es aquella que no necesita preguntarse, sino que se asume. No atiende a razones para justificarse ni a pasiones para realzar su importancia. Jamás podrá contestar a la pregunta favorita de la mente “¿para qué?”, ni a la pregunta favorita del alma “¿por qué?”; sino que se mantendrá inmutable respondiendo, cuando se le dé la gana responder, “porque sí”. Ya que la voz interior no requiere ver el camino que se pisa, ya que sabe bien que los caminos son muchos, no uno solo como erróneamente creen la mente y el espíritu; y es la voz interior la que, en realidad, lo diseña. ¿La meta? La perfección del ser. ¿El camino? El más efectivo. Muchas veces, el más doloroso. Cuán engañados están la mente y el alma si creen que transitan por una vereda hacia un lugar de reposo, sorteando toda clase de tormentas; cuando en realidad la voz interior busca precisamente tormentas qué sortear, pues sabe que no hay otra manera más efectiva para aprender a caminar que caminando, ni de volverse fuerte que enfrentando desafíos, que uno es tan grande como los obstáculos que se plantea y que uno vence cuando es capaz de internarse en la tormenta con el cuerpo desnudo y con la cara en alto, pensando en la calidez del “puede ser”.

Sufría de un ataque de miedo y no podía dormir. Había tomado la decisión de independizarme y dejar de vivir con mis padres. Sabía que era una de las decisiones más importantes de mi vida, pero, en el fondo, me aterraba. Sólo logré conciliar el sueño después de haber escrito, de una sola intención y sin releerlo cuando terminé, el presente texto. 

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