SENTIR

Sentir. Nunca se había percatado de lo bello que era sentir hasta que la vio. Es más, sentir tenía ahora un nuevo significado, un nuevo nombre: el suyo. Él estaba inmóvil, paralizado completamente por su belleza. Sentía una extraña conexión que le impulsaba a hablarle. Comenzó a imaginar que se acercaba. Que le deseaba buenas noches. Ella sonreía, sonrojada de que aquél extraño en el tren fuese tan amable pues, en secreto, también le deseaba. Comenzó a imaginar que platicaban y que reían juntos. Intercambiaron miradas amistosas y quizá, hasta amorosas. Ella se volvió al cristal para ver, furtiva, su reflejo. Él miró su cuerpo de espaldas, imaginando cómo sería rodear con sus manos su cintura y sentirla cerca. Él imaginó que recorría con sus manos sus delicadas curvas. Ella imaginó que sentía la respiración del muchacho a su espalda y que comenzaba a besar su cuello. Él imaginó que sus manos ascendían, hasta tocar sus redondos y firmes pechos. Ella imaginó que las manos del muchacho descendían lentamente hasta detenerse entre sus muslos. Ambos comenzaron a sentir una oleada de calor desmedido. Él se quitó la chaqueta, puesto que el calor era dulcemente insoportable. Ella se quitó el abrigo y se hubiera desabotonado más de un botón de la blusa si ello no hubiera trasgredido las normas sociales de conducta. El tren se detuvo y se escuchó la voz del conductor que pedía disculpas por las fallas técnicas. Después de algunos minutos, se hizo la oscuridad. Ella cerró los ojos, aunque de por si no podía ver nada alrededor e imaginó que el muchacho terminaba de liberar los botones restantes de su blusa. El muchacho sonrió a la oscuridad y se sintió con la confianza de abandonarse a sus más perversos pensamientos. En el fondo, sintió cómo su miembro despertaba y comenzó a jadear un poco imaginando el aroma dulce de la chica. Ella, se comunicó con sus más íntimos deseos y vio ante sí un jardín floreado. El muchacho se sintió atraído por aquel aroma a verano. Ella sintió cómo su alma bailaba entre las flores mientras imaginaba que el muchacho le susurraba al oído cuánto la quería. El muchacho vio ante sí el jardín prohibido y no pudo contener más el aliento. Se imaginó recorriendo con la lengua cada parte de ese cuerpo virgen. Ella comenzó a sentir cada parte de su cuerpo, como si antes de aquel momento no hubiese existido y se dio cuenta que sus piernas comenzaban a flaquear. Una sensación extraña le recorrió por la columna vertebral, semejante a una corriente eléctrica, pero placentera. Ella se dejó llevar por el momento y el pulso comenzó a acelerársele a un ritmo que no creyó fuese posible. El muchacho comenzó a sudar al ver que la chica había comenzado por fin a excitarse y se imaginó desnudándola con pasión, besando nuevamente cada parte que las prendas dejaban descubiertas. Ella se figuró que habían llegado a una cama floral, donde los pétalos podían cubrir, de alguna manera, su inminente desnudez. El muchacho no tenía tiempo de imaginar que ella le desnudaba en respuesta, por lo que pensó que él mismo se quitaba todo cuanto le cubría, para después, posarse sobre ella. La temperatura era extremadamente alta. Él deseó en su fuero interno que la tenía a su merced y que poco a poco comenzaba a penetrarla. Ella sintió cómo sus labios íntimos se remojaban para recibir al muchacho y cuando menos lo esperaron ambos imaginaron que se fundían en una combinación armónica de besos y caricias. Él entraba en ella una y otra vez, de manera dolorosa, pero dulce. Ella se imaginó reprimiendo un grito y él, al notarlo, creyó que no iba a poder hacer lo mismo. Ambos se sintieron uno en aquella oscuridad. Finalmente, el orgasmo pudo con ambos y los dejó a los dos tendidos, jadeantes, sudorosos. Apenas pensaron que habían roto contacto y sus cuerpos ya se extrañaban mutuamente. Era como si siempre se hubieran conocido y aquél, en lugar de ser la primera vez, constituyera un rencuentro. Pero se separaron, aunque desearon con toda el alma no tener que hacerlo. Volvió la luz y ella vio nuevamente el reflejo del muchacho en la ventana: antes elegante y pulcro, ahora despeinado. Le sonrió. Él, varios metros alejado, lo notó y sonrió de vuelta. El tren comenzó de nuevo su marcha y él trató de calmar aquella erección que amenazaba por desbordarse nuevamente. La miró con súplica, queriendo que ella, en lugar de mirarle, se acercara. Ella miró el reflejo y mientras trataba de calmar su desacompasada respiración deseaba en secreto lo mismo. Finalmente, la puerta del tren se abrió y ambos salieron juntos, aunque sin siquiera rozarse o mirarse. Cada uno tomó un camino distinto lo cual los llevó a siempre permanecer con la duda sobre qué hubiera pasado si todo lo que esa vez imaginaron, hubiera sido real. 

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